Cinco meditaciones para la Pascua

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En tiempo de Pascua la liturgia eclesial nos invita a dedicar unas horas o semanas a profundizar en la resurrección de Cristo Jesús, meditando su misterio y tratando de vincular intensamente con él nuestra vida espiritual

En el tiempo de Adviento-Navidad celebrábamos la venida del Hijo de Dios a nuestro mundo de pecado, para redimirnos. En semanas posteriores acompañábamos a Jesús en el camino de la Evangelización. En la Cuaresma y Semana Santa contemplábamos al Siervo de Dios, a Jesús Mesías, avanzando por la calle de la amargura en dirección al Calvario y a la muerte, ofreciéndose por nosotros. Y, tras la muerte, estamos cantando a gloria en la Pascua de Resurrección.

Detengámonos, pues, ahora a reflexionar, con sincero afecto y gratitud, dejándonos llevar de la mano por San Pablo, sobre el misterio y el sentido de nuestra vida en Cristo Resucitado, ya que todos los frutos de la redención se nos aplican a los creyentes cuando nos dejamos invadir y modelar por el espíritu de Cristo Resucitado.

Lo haremos dedicando unos minutos, durante cinco días sucesivos, al encuentro espiritual con el Señor que triunfa del pecado y de la muerte y siembra vida nueva y esperanza.

Foto de Samuel McGarrigle en Unsplash
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I. Alegrémonos, Cristo ha resucitado, primicias de los que duermen (ICor 15,20)

«Hermanos: os doy a conocer el Evangelio que os he predicado y que habéis acogido por la fe…: Cristo murió por nuestros pecados…, fue sepultado.., y resucitó al tercer día…; y una vez resucitado, se apareció primero a Pedro, luego a los doce, después a quinientos hermanos.., y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a mi (Pablo)… que no soy digno de llamarme apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios; pero por la gracia de Dios soy lo que soy…» (15, 1-9).

1. En esas palabras de San Pablo nos aparece una cadena los misterios que fue engarzando para nosotros el amor divino. Bendito sea. Son un tesoro que nosotros, por la fe, recibimos y guardamos en la intimidad del corazón. Y decimos intencionadamente que son misterios que van engarzados, pues forman el sutil tejido que hace posible nuestro vivir en Cristo. En efecto,

  • Sin el misterio de la encarnación no hay Dios-Hombre ni rostro divino en carne pasible.
  • Sin la humanidad asumida no hay en Cristo posibilidad de muerte, de inmolación, de entrega por nuestras miserias, para hacernos de nuevo amigos de Dios.
  • Y sin muerte no cabe Resurrección o vida nueva .
  • A su vez, sin Resurrección de Cristo no existe vida nueva para nosotros.

¡Cuánto nos va, hermanos, en esa verdad sublime de la muerte y resurrección de Jesús! Sin ella, se derrumbaría todo el edificio de nuestra esperanza.

¡Si Cristo no resucitó, clamemos con el apóstol, para nadie hay resurrección y vida eterna! ¡La fe pierde sentido!

2. Te preguntarás : ¿tan dolorosamente quedaríamos afectados todos si hacen quiebra nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección de Cristo? Sí, hermano. Nuestra fe en Cristo resucitado es un saber tan profundo, una experiencia tan íntima y decisiva que, si se eclipsa el triunfo del Señor sobre la muerte, todo queda en tinieblas.

Reflexiona, medita y verás que tener fe, gozar de la fe, sumergirse en el misterio de luz que es la resurrección de Cristo (y, luego, nuestra) es entrar en un sublime castillo y reino de amor y de felicidad eterna. Entrar, digo, que no se da por nuestros méritos y estudio sino por don de Dios, como un regalo que se nos hace por la confianza que ponemos en la palabra de Cristo a cuya persona nos adherimos.

En el misterio de la fe nos encontramos Cristo y nosotros. Él, triunfante y resucitado, por propios méritos; nosotros, agraciados por la generosidad de habernos devuelto al Padre.

3. Valora muy bien, hermano, lo que hemos dicho, pues nuestra persuasión y seguridad íntima, confiada, en la resurrección no es fruto de demostración científica alguna, ni de evidencias físicas dadas, como el contemplar la tumba abierta donde Jesús yacía. La persuasión y seguridad de la fe son puro don divino a los creyentes sencillos, humildes, hambrientos de verdad y de luz…

– A Jesús le vieron muchos crucificado y muerto, pero nadie le sorprendió o vio resucitando. Esto es un misterio, una verdad que se coloca más allá de la pura razón humana.

– De Jesús resucitado tenemos la experiencia maravillosa de su re-encuentro, tal como la vivieron la Magdalena, Pedro, los Discípulos de Emaús…; experiencia que revistió los mismos síntomas de vida, de palabra, de mensaje, de paz y amor… que habían tenido todos los encuentros con Jesús antes de su muerte. Pero esa es una experiencia vivida en la fe, en el amor … No la podemos rebajar a campos de laboratorio. La destruiríamos.

Conténtate, hermano, y gózate en la observación de que en esos re-encuentros de Jesús con los discípulos, Él volvió a ofrecer y a pedirles la misma fe, confianza, fidelidad, seguridad y vida eterna que les había predicado durante los años de evangelización… ¡Creer, creer, no ver!

4. De ahí se sigue que quien no reciba el don de la fe , y, en consecuencia, no se arriesgue con magnanimidad de espíritu a ir mucho más allá de los aconteceres históricos que hablan de la crucifixión y muerte de Cristo, no puede entender nuestra vivencia interior, aunque lleguen a admirarla en algunos casos. En nuestra vivencia especialísima de fe, mirando a Cristo resucitado, nosotros encontramos nuestro verdadero camino de luz y nos hemos abrazamos a él para compartir tiempo y eternidad, todo en unidad de vida y de sentido.

¡Qué belleza tan grande en el seno del misterio de Dios que nos ama, convoca y espera!

Bien dijo San Pablo cuando escribió a los fieles de Corinto: «¡Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres»! (15,19) En efecto, nuestra adhesión a Cristo resucitado es un canto agradecido al Amor, vencedor de la muerte, que promete y da vida; un canto al Poder de Dios, que inmortalizó al Cristo hecho hombre y nos ofrece vivir con él y en él; y un canto a la esperanza, que se abre camino entre las nieblas del tiempo e historia para afincarse en el trono de la eternidad, y eternidad venturosa.

5. Esta es nuestra fe inquebrantable: Cristo, el que vivió con nosotros y para nosotros, ha resucitado de entre los muertos; y él es la primicia, el primero, la cabeza, el más excelso, el animador y vivificador de todos los que un día moriremos para resucitar con él.

Esta locura de fe es una maravilla de la misma fe.

Este misterio envuelto entre nieblas es luz que se irradia por todas partes para dar pleno sentido a nuestra existencia personal y comunitaria.

Bendigamos, pues, a quien en la gracia y la luz de la fe nos mostró la grandeza de la Verdad: Cristo resucitó y es nuestra resurrección y vida. Y pidámosle que, siquiera como a abortos, al modo de san Pablo, se nos aparezca y nos haga fructificar en la gracia que nos otorga.

Esta es nuestra fe inquebrantable: Cristo, el que vivió con nosotros y para nosotros, ha resucitado de entre los muertos; y él es la primicia, el primero, la cabeza, el más excelso, el animador y vivificador de todos los que un día moriremos para resucitar con él. (Foto de Zac Durant en Unsplash)
Esta es nuestra fe inquebrantable: Cristo, el que vivió con nosotros y para nosotros, ha resucitado de entre los muertos; y él es la primicia, el primero, la cabeza, el más excelso, el animador y vivificador de todos los que un día moriremos para resucitar con él. (Foto de Zac Durant en Unsplash)

II. Resucitaremos con él

«Cristo ha resucitado…, como primicia de cuantos duermen el sueño de la muerte.

En efecto, lo mismo que aconteció que por el pecado de un hombre, Adán, vino la muerte a los hombres, así también por un hombre, Cristo, ha venido la resurrección de los muertos. Y lo mismo que por su unión con Adán los hombres mueren, así también por su unión con Cristo, todos retornarán a la vida. Pero cada uno en su puesto o momento: primero, Cristo…; después, los que pertenecen a Cristo…» (/1Co/15/20-25)

Hermano, dos verdades de nuestra fe tienen mayor relieve en el texto de esta primera carta de san Pablo a los fieles de Corinto, y a nosotros mismos. La primera dice que con Cristo se abrió misteriosamente la puerta de la inmortalidad o vida eterna para los hijos de Dios. Y la segunda afirma que para entrar por esa puerta hay que pertenecer a Cristo, es decir, vivir en unión con él. Detengámonos a glosar piadosamente ambas verdades.

1. Del amor de Dios y el hombre.

- La tradición bíblica y cristiana enaltece aquella amorosa vinculación que, sobre todo en el proyecto de Dios, existió desde el principio entre el Creador y el hombre, su obra predilecta. Creador y criatura eran dos personas infinitamente desiguales pero que se miraban en el espejo de la conciencia, del pensamiento, de la libertad, de la palabra…. Y las dos eran muy buenas.

El hombre miraba a Dios como a su Creador y Padre, y el Padre miraba al hombre como a su pequeño hijo. Por parte del hombre, vivir en esa actitud de amorosa y reconocida dependencia y vinculación era vivir religiosamente desde la raíz más profunda de sí mismo.

- Esa amorosa vinculación real y afectiva se enfrió psicológicamente,y se rompió moralmente, en la medida en que el hombre quiso, de alguna forma soberbia, excederse en sus papeles, y manchó su conciencia de amigo agradecido con turbulencias de ingratitud e infidelidad. Estas reacciones humanas, innobles, fueron un riesgo que hubo de correrse en la creación cuando se otorgó a los seres inteligentes el don de la libertad. Dios, que hizo al ser humano libre en sus decisiones, no podía luego arrepentirse y destruir su obra, ni maniatarla. La acompañaría, incluso con el corazón herido.

- Cuando la criatura, el hombre, se rebeló contra el Creador, nada cambió en el orden físico de las cosas creadas. Todas siguieron su curso normal, dando gloria a su Autor y sorprendiendo al hombre con el sobresalto frecuente de sus complicadas leyes evolutivas.

En cambio, hubo cambios importantes en el orden psicológico-moral humano, pues la crecida de las propensión al mal y al desorden, por egoísmos e intereses de todo tipo, nublaron las relaciones de amistad entre Cielo y Tierra, y hubo que hablar de enemistad y pecado.

¡Qué actitudes tan distintas! Dios, que nunca dejó de serlo y no necesitaba del hombre, amaba de verdad a éste, y le esperaba con paciencia. Y el Hombre, que era sólo hombre y necesitaba de Dios, no le quería sinceramente, pues quererlo suponía aplicar la regla o medida moral en el dominio de sus caprichos….

- De ese modo, la historia de las relaciones entre Dios y el hombre se cargó de desamor:

  • Por parte de Dios, se fue dando una cadena de insinuaciones e inspiraciones del Espíritu a la conciencia de los hombres, de todos los hombres, en cualquier parte del mundo; y al calor de esas inspiraciones (desde la luz, la naturaleza, los mares, los cielos, el sol, la luna, la fertilidad, las catástrofes, las cosechas, los hijos, la conciencia, las reflexiones morales, políticas y religiosas de profetas) fue surgiendo el pulular de religiones que, en unos casos, calmaran a las divinidades, y en otros mantuvieran encendida la llama del único Dios verdadero.
  • Pero por parte del hombre, aunque éste se declarara «religioso», a su modo, ningún prototipo de santo, profeta, predicador, rey o maestro tuvo la virtud de pasar por el mundo haciendo el bien y de restableciendo la amistad entre Dios y el hombre de forma universal y convincente. Cuantos se propusieron regenerar a la humanidad, sucumbieron en su empeño y fueron víctimas de la maldad humana dominante. Y esto aconteció lo mismo en la India que en Egipto, Israel o España … La suerte de los profetas y de los redentores fue morir marginados, aunque dejaran sembradas vigorosas semillas que nunca resultarían estériles.

2. Cristo, puerta y manantial de vida.

* En esa cadena formidable de hombres tocados por el Espíritu de Dios, ocupó un lugar privilegiado, según nuestra fe , el pueblo de Israel, pueblo elegido entre otros -que también fueron amados de Dios- menos dotados de mediadores religiosos.

Mas, como ninguno de esos mediadores sobrepasara la condición de hombre entre los hombres, y, en consecuencia, no pudiera hablar en nombre de Dios Padre, quiso el mismo Dios, en la plenitud de los tiempos, enviar a su Hijo, vestido de humanidad, encarnado en el seno de María, para que él sí hablara el lenguaje de Dios Padre y nos convocara a una amistad nueva …..

Ese Hijo fue Jesús de Nazaret en quien el Padre se complació y cuyas acciones poseyeron valor infinito, como gesto supremo del Amor que dio todo lo que tenía para volver a abrazar al hijo que se había alejado del hogar paterno.

Este Hijo de Dios, Jesús, fue rompiendo todos los moldes y linderos antiguos, y a cada paso de su vida, pasión, muerte y resurrección, fue haciendo las cosas nuevas, restableciendo definitivamente el encuentro amoroso de Dios y del hombre, si éste, redimido, quería acogerse a su mensaje y vida.

¿Cómo expresar esa NOVEDAD religiosa, espiritual, de amistad entre Dios y el hombre, teniendo por el medio la pasión y muerte oblativa de Cristo? Diciendo que por Cristo, ofrecido por nosotros, muerto por nosotros, resucitado por nosotros, todos tenemos abierta la puerta del palacio del Amor y de la Vida eterna que el Padre nos preparó desde la eternidad. Y en ese sentido afirmamos que Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, muerto y resucitado, es quien va delante y nos lleva a todos consigo en la vía de la eternidad … Cristo resucitado es manantial de nueva vida, puerta del palacio real, refundador de un cielo nuevo en el que entramos de su mano.

3. Seamos de Cristo, para resucitar con él.

- Surge entonces la pregunta: ¿cómo se cumple en nosotros el acceso al nuevo cielo y a la participación feliz de la nueva vida en el reino del Amor?

  • Si queremos, al final de nuestros días, encontrarnos con Cristo, puerta de la gloria o vida eterna, llevando en nuestros vestidos las señales de la redención por el Cordero, es obligado que hagamos primero con él el camino de este mundo en jornadas de fidelidad y de amistad.
  • No podemos pensar en gozar de los frutos de la amistad, si cultivamos el desamor. – No puede la mente humana asociar la apertura de la puerta del reino, que para nosotros se abre por gracioso gesto y por premio espléndido a la honestidad y a la esperanza, si nuestra elección y suerte es vagar por montes y valles que son campos de deshonestidad.

- No nos engañemos. Resucitar con Cristo no es sólo incorporarse a la vida eterna, al final de la existencia histórica. Aquello es sólo una secuencia última y venturosa en la cual se prolonga la incorporación ya dada desde ahora a la vida en Cristo.

Resucita con el Señor quien primero es sepultado con el Señor en el amor redentor, en la fe y esperanza. Y es sepultado con Cristo quien con él se entrega a la muerte. Y se entrega a la muerte quien sabe vivir su vida caminando en pos de Cristo.

Foto de Ben White en Unsplash
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III. Vivir con Cristo para resucitar

«Si fuisteis resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con Él» (/Col/03/01-04)

Hermano, cuatro series de pensamientos profundos forman ese párrafo de la carta de san Pablo a los colosenses y a nosotros, encareciéndonos el modo de vida espiritual que debemos llevar en Cristo resucitado.

En la primera se establece la necesidad de sentirse resucitado con Cristo mediante el don de la fe sincera. En la segunda se indica la dirección que debe tomar nuestro movimiento interior hacia arriba : con búsqueda voluntaria y afectuosa de un noble vivir que el pensamiento iluminado dirija. En la tercera se describe ese dinamismo de fe como vida íntima con Cristo en Dios. Y en la cuarta se contempla la plenitud gloriosa de esa vida desde la manifestación final de Cristo, el Señor.

Vamos a recorrer los cuatro momentos de meditación con piadoso afecto.

1. Si fuisteis resucitados con Cristo…

De poco nos servirían reflexiones, experiencias humanas o lamentos si a estas alturas litúrgicas no nos hubiéramos empapado en la realidad de la redención, gracia, amor… La figura utilizada por san Pablo para encarecernos esa redención nos es ya conocida por las catequesis de sacramentos: el bautismo es «inmersión» con los pecados y «purificación» por la gracia; es a modo de «sepultura» del hombre viejo, cargado de miserias, para «reverdecer» en novedad de amistad divina…

Quien se incorpora a Cristo acogiéndose a su perdón sincero y asumiendo su mensaje salvífico, participa en el misterio de su entrega, muerte y resurrección; y, sepultado místicamente con él, bien puede decirse que sale con él de la tumba (lugar de muerte, pecado) a la luminosidad del día (espacio de vida, amor, fe).

¿He grabado yo profundamente en mi vida, en mi conciencia de redimido y de hijo de Dios Padre, cuál es mi vocación cristiana? Mi vocación es ser fiel, ser santo. Y la fidelidad y santidad consisten en transformarse, día a día, siguiendo los pasos de Jesús, sintiéndome muerto con él para ser con él resucitado.

¡Hondos sentimientos! Hondos y gratificantes. Que su expresión sea vernos cada uno vestidos de júbilo, de alegría y gozo, pues vivir resucitados con Cristo es pasar, liberados, de una vida triste y pecaminosa a otra más radiante en la que se respira el aire limpio de la amistad y filiación.

¡ Señor Jesús, concédeme la gracia de vivir y sentirme resucitado contigo!

2. Buscad y pensad las cosas de arriba…

Quien se siente «resucitado» entra en campos de vida nueva, jovial, festiva, alegre, gratuita, recibida como don o regalo de Dios, no como mero deber, mérito o imposición.

Y lo único coherente con esa actitud nueva y graciosa es que sus facultades propias, aquellas con que se ve noblemente dotado -en inteligencia y voluntad, en imaginación y creatividad- , respondan al horizonte bello, lleno de sentido, alto, humanizador y divinizador, que se le abre en perspectiva infinita. ¡Dios mío, qué grande eres al hacerme ser pensante y amigo tuyo!

Si, hermano, la fuerza vigorosa de tu voluntad redimida y resucitada habrá de manifestarse en la búsqueda de las cosas de arriba. Pero ¿cuáles son esas cosas? Son las acciones, actitudes, persuasiones y programas de vida que responden al ideal de ser hombre e hijo de Dios prefiriendo la adoración al desprecio, el honor a la indignidad, la pureza de corazón a la torpeza de las pasiones, la justicia a la impunidad, la confesión de fe a la esclavitud de los intereses mezquinos del hombre viejo …..

Un hijo de Dios, resucitado con Cristo, ha de ser fiel a Dios antes que a los hombres, sujeto de esperanzas que llevan a la eternidad más bien que víctima de la corrupción terrena. En términos bíblicos y paulinos diríamos que ha de buscar las cosas de arriba, es decir, ha de tratar de adquirir y mantener los mismos sentimientos de Cristo: misericordia, bondad, humildad, longanimidad …

Y la luminosidad de esa inteligencia redimida y resucitada se manifestará en la pulcritud del pensamiento. Éste no deberá estar demasiado condicionado por afanes bastardos que intenten justificar modos de proceder indignos. Quien sabe gobernarse en la claridad de la luz acaba convirtiendo en naturaleza lo que antes había sido propósito de vida, y, en cambio, quien claudica en sus pensamientos rectores de la vida, dejándose dominar por apetencias bastardas, acaba connaturalizándose con ellas en detrimento del pensar puro y limpio.

Hermano, piensa como hijo de Dios y obrarás conforme a los pensamientos de Cristo. Mira a lo alto y vete más allá de las apariencias engañosas. Si vivimos según pensamos, triunfaremos; si no lo hacemos, acabaremos pensando según vivimos en nuestra indignidad…

3. Vida escondida con Cristo en Dios.

¡Qué bella imagen la que san Pablo nos ofrece! ¡Vivir en lo escondido, en la intimidad, en el misterio, porque allí está Dios!

Dios está en todas partes, y por doquier se derraman los frutos de la resurrección. Pero la muerte de nuestro hombre viejo, pecador, y la resurrección del mismo en novedad de vida, no se entienden como bullicio externo, vana gloria, exhibición de dones, cambio de imagen, cantos de autocomplacencia… , sino mucho más profundamente, como apropiación vital y comprometida de los sentimientos de Cristo. Sentimientos que anidan, se curten y se expresan

– en la conciencia responsable,

– en la bienaventuranza de hacer felices a los demás,

– en el reconocimiento amoroso de Dios, señor y padre,

– en los encuentros de oración que nos ponen en manos del Señor,

– en la entrañas de misericordia …….

La grandeza del alma noble y cristiana, su belleza y dignidad, es, sobre todo, interior.

4. Su resplandor, en la manifestación final

La vida escondida con Cristo, cargada de contemplación divina, de compromiso en fidelidad y de solicitud humana, no gusta de galerías ostentosas. Se deleita, sobre todo, en hacer la voluntad de Dios, al modo de Jesús de Nazaret; en servir a los hermanos con urgencia de caridad; en irradiar el gozo de la fe y la fuerza de la esperanza, mientras sus manos prolongan las manos creadoras de Dios….

Esa vida escondida, porque es maravillosa en sus pliegues de amistad oblativa, no tiene su aureola en nuestro quehacer diario que, si es bueno, se viste de humildad. Su esplendor tendrá lugar en la gloria, cuando Cristo mismo se manifieste no sólo en sí mismo, como cabeza y redención, sino en sus miembros, es decir, en nosotros, los beneficiados por su largueza sin límites.

Sintamos hambre de Dios y nos engolfaremos en el misterio de Cristo redentor que nos reviste de su gracia, de su sangre, de su salvación…

Foto de Priscilla Du Preez en Unsplash
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IV. ¿Cómo resucitaremos con Cristo?

«¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo volverán a la vida?

¡Insensato! Lo que tu siembras no germina si antes no muere.

Y lo que siembras no es la planta entera que ha de nacer, sino un simple grano de trigo ( por ejemplo) o de alguna otra semilla. Y Dios proporciona a cada semilla el cuerpo que le parece conveniente…» (/1Co/15/35-39)

En este insinuante párrafo tomado de la carta de san Pablo a los Corintios, escrito con sutil agudeza, volvemos a encontrar varios puntos de reflexión íntima, de meditación, de acción de gracias a Dios y de invitación a la confianza de que tan llena debe estar nuestra fe.

Tres de ellos podríamos enunciarlos en forma interrogativa y con suma humildad : ¿puedo yo «entender» racionalmente cómo será nuestra resurrección? , ¿no me bastaría con ilustrar mediante figuras, imágenes y lenguaje metafórico?, ¿no forma parte del «misterio» el modo mismo de nuestra resurrección?

Detengámonos un momento en cada apartado, sin albergar demasiadas pretensiones, pues la realidad nos desborda, dejándonos iluminar por el Señor.

1. Señor, ¿volveré a la vida con este frágil cuerpo?

No quisiera ser incluido en el número de los insensatos a que alude san Pablo en su carta, mas desearía abrir ante ti, Dios mío, mi mente y mi corazón. Sé muy bien, porque creo, que Cristo ha resucitado y que nosotros resucitaremos con él. ¡Sublime verdad de fe que responde perfectamente a nuestra vocación de eternidad y la satisface. Por la resurrección viviremos una eternidad de criaturas e hijos de Dios que cantan su gloria y son felices en su regazo.

Pero todos los discursos sobre el tema, incluido el de Pablo, aunque sean hermosos, me resultan muy difíciles de digerir racionalmente. Sólo después de creer en el misterio, misterio de verdad y de amor, la dificultad se endulza con la belleza.

– Mis lecturas me han hecho conocer, Señor, que en todos los pueblos y culturas el ser humano (por obra y gracia de la conciencia pensante que le diste, de la conciencia que interroga a las cosas y que quiere conocer el modo de ser de las mismas), se disparó el anhelo, la exigencia de pervivir personalmente más allá de los 60, 80, 100 años de su paso por la tierra. Tú fuiste quien le dio un alma inquieta, buscadora de verdades, descubridora de horizontes, y por ella le diferenciaste de otros seres inferiores. El hambre y sed de vida eterna se lo infundiste Tú. Gracias por tu bondad creadora. ¿Te complacerá, pues, que dediquemos la inteligencia a pergeñar nuestro eterno futuro…?

– Pero también he visto, Señor, que esos mismos pueblos y culturas han chocado siempre de forma impetuosa con el «misterio» del más allá. Y en ese violento choque, unas veces por ansia excesiva y búsqueda de luz racional, y otras veces por depresión ante su ausencia, han sufrido el flagelo de tentaciones de abandono, es decir, de alejamiento de ti.

Fue muy dura su tentación desmedida cuando ésta les incitó a que quemaran sus naves, sus energías mentales, buscando alguna experiencia y descripción razonable del «misterioso del más allá para esta vida corporal nuestra», como si de una investigación de laboratorio se tratara; y en vez de quemar las naves se quemaron ellos mismos en el empeño. Algunos, haciendo hipótesis, dijeron que al final de sus días, la mente, las energías espirituales, su espíritu humano… quedaría inmerso en el conjunto de las energías del universo, y otros pensaron quedarán como flotando en el aire revoloteando por el entorno familiar en que vivieron …

Y fue también muy dura la tentación de contrariar a la naturaleza humana pensante y libre, cuando, decepcionados por el anterior esfuerzo mental, prefirieron contentarse con las apariencias sensibles y cortaron las alas al pensamiento audaz. El hombre, se dijeron, comete grave error obsesionándose con el más allá. El más allá o no existe o no se nos alcanza, y vale más estimar que somos barro, no más que barro bien organizado que, a pesar de su perfección vital, al cabo de los días volverá a fundirse con el polvo de donde salimos.

¡Qué tragedia, Señor! Cerrado el horizonte de luz, pues faltabas Tú, con tu luz, calmaron su ánimo con la reducción a la ceniza o minerales de que se compone nuestro cuerpo… Les faltó tu fe, el don que Tú haces a los hijos…

2. Se siembra un cuerpo mortal y brota otro inmortal.

Gracias te doy, Señor, porque en nuestra cultura bíblica y cristiana no nos identificamos con ninguna de esas hipótesis que reducen o anulan nuestra personalidad viviente. Es verdad que nosotros, como los demás hombres, nos sentimos carne, huesos, polvo y hierro.., y que esa dimensión física de nuestro ser volverá a la madre tierra o al agua de un río, o se dispersará con el aire en las montañas. Pero es verdad también que otra dimensión de nuestra persona (aquella que poblaba de sentimientos, libertad, horizontes, arte, gracia y solidaridad… los espacios de nuestro cuerpo físico) no se dispersará con los vientos, ni será arrastrada por las aguas, ni se dejará absorber por la tierra. Esa unidad de conciencia pensante, responsable, libre, simbolizadora y creadora, pervivirá ante ti, Dios mío, en su condición de persona.

Mas cuando lo digo, Señor, soy muy consciente de que nosotros, cristianos, aunque iluminados por la fe, tampoco sabemos cómo acontecerá esa realidad sublime, vital . Tú no nos la has revelado; Cristo no nos lo explicó; y nuestra inteligencia es incapaz de abarcarlo.

Tú sólo nos dijiste que todos y cada uno de los hombres continuaremos siendo personas ante ti, Dios personal que nos creaste, nos redimiste y nos esperas. Y no sabemos más, ni entendemos más.

Leyendo a san Pablo nos damos cuenta de que solamente en imágenes vivas, en metáforas, cabe hablar racionalmente del misterio de más allá, sugiriendo simplemente que las maravillas de la vida nos preparan para vislumbrar los prodigios de que es capaz el poder y amor divino.

Nosotros, seres corpóreos, conscientes, libres, somos (en un momento) algo parecido a la semilla preñada de vida que arroja el sembrador en el surco. ¿No hemos visto cómo la semilla de trigo, naranja, roble o azahar…., aparentemente inerte, en el misterioso decurso de su expansión vital explosiona en tallo, flor, aroma, espiga..? Pues algo parecido (en plano muchísimo más elevado) acontecerá a nuestro cuerpo sensible, afectivo, pensante. Muerto y corrompido, como la semilla, se transfigurará nuevamente ser personal, en un ser nuevo, espiritual, celestial, como dejando las escamas, la piel el torso corpóreo mortal, y emergiendo en figura de ser inmortal…

3. Dios da forma y gracia a cada semilla

Me quedo, señor, con las metáforas vivas. Mi vida en el más allá será la mía, pero transformada: desde la figura repelente de oruga en multicolor mariposa; desde el esqueje espinoso en deliciosa flor; desde el grano corrupto en dorada espiga; desde el mero cuerpo sensible y dolorido en espíritu que ama, adora, canta y ríe de felicidad….

Señor, ¿cómo será definitivamente la forma que revestiremos cada uno ante ti, desde nuestra singularidad personal creada, amada, redimida, sepultada con Cristo y resucitada con él para la gloria?

Déjame, Señor, ser flor, violeta, rosa, jazmín… que inunde el cielo de suave aroma. Eso me basta. Tú me lo darás, sin que mi debilidad acierte a comprender cómo es tu amor todopoderoso…

Foto de Eric Mok en Unsplash
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V. Vivamos, resucitados, como hombres del Cielo

«El primer hombre {Adán} procede de la tierra y es terrestre; el segundo, Cristo, procede del cielo. El terrestre es prototipo de los terrestres; el celestial, de los celestiales. Y así como llevamos la imagen del terrestre, llevaremos también la imagen del celestial..» (/1Co/15/47-49).

Concluimos en esta quinta meditación una primera serie de reflexiones espirituales sobre la vida en Cristo resucitado que habrán de prolongarse en otras fechas. Cristo, fuente de inspiración y vida, es manantial inagotable. Lo que en cinco días hemos considerado con amor , siguiendo principalmente el texto del capítulo 15 de la primera carta de san Pablo a los Corintios, casi no llega a rozar el brocal del pozo del misterio.

Hoy nos recrearemos nuevamente divisando en lejanía al Dios Amor que se hace visible en la encarnación del Hijo, escucharemos su mensaje y saboreemos, como la Cananea, siquiera las migajas que caen de la Mesa en que reparte el alimento de su Pan y su Palabra.

En los versículos 47 a 49 del citado capítulo Pablo nos señala cómo ha de ser nuestro modo de vivir en Cristo resucitado, y lo hace por medio de una comparación y contraposición entre dos tipos de hombre: el de hombre terreno, representado por Adán, y el de hombre celestial, encarnado por Cristo. La opción por uno u otro modo de ser y vivir marcará la diferencia entre quienes siguen caminos de muerte y quienes optan por sendas de vida eterna.

1. El hombre de la tierra y el hombre del cielo

Hermano mío, esas palabras que utiliza Pablo (hombre de la tierra, hombre del cielo) contienen, en la gracia de un lenguaje metafórico, un cúmulo de referencias interesantísimas. Todas ellas aluden al estilo de conducta que podemos adoptar (y adoptamos) los mortales, responsable o irresponsablemente, según que obramos

-viviendo en gracia o en pecado,

-en fidelidad o infidelidad,

-inmersos en afanes caducos o en aspiraciones de valor eterno,

-siendo esclavos de intereses mezquinos o servidores de nobles ideales,

-dándonos por satisfechos sólo con el gozo del presente que acaba en el polvo y la muerte, o hambreando, además, el más allá en Dios

Para apreciarlo bien, mirémonos hacia dentro. ¿Quién no descubre en sí mismo, en este sujeto corpóreo-espiritual que somos cada uno, que su vida y acciones se dan casi siempre en tensión, atraídas por doble peso de amor?

– Por un lado, tiran de nosotros con fuerza las inclinaciones al bienestar y al placer sensible, material, egoísta, y piden su satisfacción sin poner límites en sus demandas, cosa ésta obligada en toda actitud noble y discernidora.

– Por otra, nuestro espíritu reclama elevar el vuelo y llevarnos con él hacia las alturas, de forma que en nuestras obras siempre miremos -como el águila- al sol, a la luz, a la virtud, a la generosidad, al amor puro, a Dios.

Cuando nos dejamos ganar por el peso de amor carnal o interesado hacia las realidades salpicadas de desamor, infidelidad, insolidaridad, injusticia, manipulación de los demás, somos hijos del hombre terreno cuya sangre llenará más o menos nuestras venas y nuestra mente según la medida en que seamos sus víctimas.

Cuando actuamos con los pies en el suelo, de forma encarnada y realista, pero con elevación de miras porque sabemos conducirnos como hombres nobles e hijos de Dios, pertenecemos a la nobleza de seres libres, honestos, agradecidos y virtuosos. En vez de hacer o hacernos víctimas del desamor, caminamos en la luz de Cristo resucitado, que murió por nosotros y nos convoca a la eternidad dichosa con él. Entonces somos hijos del hombre celestial.

2. ¿Qué prototipo de vida elegimos?

Entre dos amores, dos fuerzas en tensión, dos inclinaciones que se contraponen -total o parcialmente- es preciso elegir un camino, tomar una actitud radical. ¿Será necesario matar el cuerpo para que viva el espíritu o apagar al espíritu para que brille el cuerpo? En modo alguno. Bastará con equilibrar, armonizar ambas dimensiones del hombre, de suerte que su dignidad aparezca en el resplandor de la verdad integrada y total. Lo que no cabe estimar como loable en la conciencia cristiana es el mariposear entre las flores (del bien y del mal) chupando alternativamente su néctar, ni tampoco el renunciar a la búsqueda de superación constante.

Recordemos lo que el profeta Isaías decía del Siervo de Dios, cuando viniera a salvarnos y crear un nuevo reino: no quebrará la caña cascada (débil, pecadora) sino que la tratará con amor, para sanarla y recuperarla. A nosotros nos debe acontecer algo parecido en la vida moral, espiritual, social… Tomaremos con amor todo lo bueno y sano del espíritu, y, además, cuidaremos de que lo deficiente en los afectos inferiores se enderece, corrija, perfeccione.

En la elección del prototipo humano-cristiano de buen vivir no dudo que cualquier mirada medio inteligente se inclinará siempre por la imagen de Jesús de Nazaret, que es el mismo Cristo resucitado; y, con él, por la convocatoria a la vida eterna en gracia y amor. Si algún ideal humano cabe presentar en la historia de la humanidad como perfecto, ése es el de Jesús: anonadado, humillado, siervo, entregado a los demás, fiel en la palabra y en el compromiso, magnánimo en la ofrenda de sí mismo y en el perdón a quienes le traicionan o traicionamos, triunfador de la muerte y exaltado al trono de Dios para siempre.

Aunque las constantes caídas en el pecado desdigan de nosotros, ¿no perciben siempre nuestros ojos un rayo de luz en la manifestación de ese Cristo resucitado?

3. Obligados a llevar una imagen, alcancemos la otra.

Dice muy bien Pablo. Por lo que somos (hombres, pobres hombres, hombres dignos) siempre llevamos la imagen del hombre terreno. No podemos ni queremos prescindir de ella. Emerge en nuestra flaqueza, en nuestras pasiones, odios, injusticia, procacidades… Pero contentarse con ella en el proceso de una vida es envilecernos. Nuestro proyecto de vida ha de consistir en ir asimilando la imagen nueva, la del hombre celestial.

Esa imagen del hombre celestial la vamos adquiriendo mediante nuestra transformación en el hombre Cristo-Jesús, en el modelo acabado del Maestro, del Servidor, del Amigo de los hermanos, del Resucitado que vuela hacia el Padre, a su Dios y a nuestro Dios.

¿En qué taller podemos labrar la nueva imagen, borrando, poco a poco, la imagen caduca del hombre viejo?

En el taller de la Casa de Nazaret;

en el taller de la Escuela de las Bienaventuranzas;

en el taller de la Oración en que se aspiran aromas divinos y humanos;

en el taller de la Vida que va incrustando en nosotros -como en una mesa de fraternidad, de sacrificio, de solidaridad- marfiles de gratuidad, de agradecimiento, de gozo en la fe, de firme esperanza y de ardiente caridad.

El Hombre del cielo y los hijos del hombre del cielo son quienes forman y cuidan del reino de Dios, que es reino de amor, de justicia y de paz.

ORACIÓN. Danos, Señor Jesús resucitado, la gracia de vivir como hombres que, afortunados por el regalo de la vida corporal y espiritual, aspiran a dominar los impulsos torcidos de la naturaleza para que en ella resplandezca la luz de la resurrección con Cristo, hombre celestial.

El artículo fue escrito por S.Gregorio de los Dominicos en Valladolid y se publicó originalmente en encuentra.com



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