«No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Juan 2,15)
Tener el corazón arraigado en los valores eternos es un desafío constante donde la prioridad hoy está en lo efímero, lo superficial y lo material que nos alejan de Jesús que nos dijo: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17,16) dejándonos claro que sus verdaderos seguidores estamos llamados a una forma de vida distinta, obedeciendo a Dios, renunciar a lo material, cargar nuestra cruz de cada día, a una vida con sentido de trascendencia no a lo puramente terrenal.
Vivir en esta tierra sin ser del mundo como nos pide Jesús no significa que nos aislemos ni rechacemos la realidad que nos rodea, es más bien aprender a tener discernimiento, sin dejarnos arrastrar por una sociedad que muchas veces valora lo opuesto al Evangelio. Es mantener la mirada fija en Dios mientras cumplamos nuestras responsabilidades diarias: estudiar, trabajar, formar una familia, servir a los demás que implica amar sin apegarnos desordenadamente, poseer sin ser poseído por lo que tenemos y actuar sin perder de vista el propósito eterno.
Jesús mismo convivió con pecadores, caminó entre la multitud, sanó, enseñó y comió con aquellos a quienes la sociedad marginaba, pero nunca se dejó llevar por el espíritu del mundo. Su identidad no estaba en la fama, el poder o la riqueza, sino en hacer la voluntad del Padre. Siguiendo su ejemplo, estamos llamados a ser ejemplo en el mundo con luz y verdad, sin permitir que la oscuridad apague nuestra esencia y sin dejarnos arrastrar por una sociedad superflua donde premia lo material y las apariencias.
¡Adúlteros! ¿No saben que la amistad con este mundo es enemistad con Dios? Quien desee ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios. (Santiago 4,4)
El peligro de dejarnos absorber por el mundo es real, la presión social, la búsqueda de éxito a cualquier costo y el relativismo moral pueden desviar nuestra mirada de Dios. Por eso, es fundamental no apartarnos de la oración, los sacramentos, la vida en comunidad y la meditación en la Palabra, para que nuestra fe no se disminuya, sino que permanezca firme y sea testimonio para otros aún cuando nos toque nadar contra corriente y nos miren o traten con desprecio.
“Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo». ( 1 Juan 2,16 )
- Esta nota fue publicada originalmente en encuentra.com