Segundo día: un encuentro de oración, solidaridad y reflexión

El Arzobispo Edward J. Weisenburger reza durante su Misa de instalación el 18 de marzo en la Cathedral of the Most Blessed Sacrament en Detroit. (Valaurian Waller | Detroit Catholic)

A continuación, una reflexión del Arzobispo Edward J. Weisenburger, instalado el martes 18 de marzo como el sexto arzobispo de Detroit

Queridos hermanos y hermanas:

El primer día fue increíble.

Reunirme con los fieles de la Arquidiócesis en la Cathedral of the Most Blessed Sacrament, junto con religiosos consagrados, diáconos, sacerdotes, obispos visitantes, y una gran cantidad de familiares y amigos de toda la vida, hizo de la Liturgia de Instalación una celebración alegre e inolvidable. No podría estar más agradecido con todos los que hicieron posible esta jornada y cada uno de sus momentos.

Si bien el primer día fue un momento de jubilosa celebración y recibió mucha atención de los medios, el segundo día me levanté y le pedí al Señor que guiara mis esfuerzos, para poder reflejar Su amor de manera decidida.

El día comenzó con una inesperada sorpresa, ya que pude visitar al Arzobispo Michael J. Byrnes en el hospital. El Arzobispo Byrnes, como muchos de ustedes sabrán, es un antiguo sacerdote y obispo auxiliar de Detroit que pasó a servir como Arzobispo de Agaña, Guam. De hecho, almorcé con él en nuestra reunión de la Conferencia de Obispos Católicos de EE. UU. el verano pasado y lo considero un amigo. Su salud, como él mismo ha compartido con los miembros de su antigua parroquia aquí en Michigan, se ha deteriorado mucho en los últimos nueve meses. Para mí fue una bendición poder pasar un rato en su habitación y rezar por él. No estaba solo cuando llegué, y agradecí la presencia de uno de nuestros excelentes sacerdotes capellanes de hospital junto con uno de nuestros diáconos. El Arzobispo Byrnes está recibiendo buenos cuidados, pero su estado de salud es realmente delicado, y pido a los fieles de nuestra Arquidiócesis que, por favor, recen por él.

Después de pasar por el hospital, fui a la casa de una pareja que me recomendó uno de nuestros obispos auxiliares. No diré sus nombres por razones que resultan obvias. El hombre (a quien llamaré José) vive en Estados Unidos desde hace 25 años, y todo ese tiempo ha trabajado en la construcción. Su especialidad es la albañilería y el trabajo en piedra para viviendas y edificios comerciales, y sospecho que ha contribuido generosamente a nuestra economía y comunidad durante el cuarto de siglo que lleva viviendo y trabajando aquí.

Hace poco me enteré de que había recibido una notificación de que sería expulsado de los Estados Unidos. Para que quede claro, no estaba en la clandestinidad ni escondido. Su presencia era conocida. El estatus migratorio de su esposa, de sus hijos y de sus nietos no está en duda. Sin embargo, me mostró la carta del gobierno, que ya había revisado con su abogado de inmigración, y parece que ahora debe marcharse. Quiero aclarar que los llamé apenas 20 minutos antes de llegar a su casa. Fui recibido con mucho cariño y gratitud en su hogar, que estaba ordenado y era muy acogedor. Su esposa no paraba de llorar, explicando lo que esto significará para sus hijos y nietos, especialmente porque “José” deberá estar fuera durante 10 años antes de poder solicitar su regreso. También hablaron del miedo que sienten en cada encuentro de la comunidad inmigrante. El impacto en las familias es grande.

Si bien soy consciente de que las cuestiones migratorias son complejas, sobre todo porque durante años estuve lidiando con ellas en la frontera entre Arizona y México, me duele profundamente que Estados Unidos esté expulsando a inmigrantes no delincuentes cuya presencia durante tanto tiempo contribuye enormemente a nuestra nación.

La situación de José no es única. Él forma parte de muchos cuya presencia en nuestro país es conocida —de nuevo, muchos no están en la clandestinidad ni ocultos— que contribuyen a nuestra economía, que son hombres y mujeres de familia, y que son conocidos en nuestras parroquias. Lo que está sucediendo con estos hombres y mujeres no me parece una solución a los problemas de Estados Unidos.

Recé por José y su esposa antes de despedirme, y ellos me preguntaron humildemente si también podían rezar por mí. Agradecí calurosamente sus oraciones y me conmovió profundamente que, en un momento de tanto miedo y ansiedad para ellos, oraran fervorosamente para que yo experimentara una gran alegría en mi vida y ministerio. De camino a casa, oré para que Dios escuchara su oración, ya que la mayor alegría que podría llegar a mi corazón sería una resolución a lo que les está pasando.

En Cristo,

Arzobispo Edward J. Weisenburge



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