Aunque permanecieron ocultos, los abuelos de Jesús fueron “instrumentos en las manos de Dios” para la salvación, afirmó el Arzobispo Weisenburger
DETROIT — El sábado 26 de julio, en un caluroso día de verano, la Basilica of Ste. Anne, construida hace 139 años en el suroeste de Detroit, se llenó de fieles para celebrar la festividad de la patrona de Detroit, Santa Ana, y de su esposo, San Joaquín.
El Arzobispo Edward J. Weisenburger de Detroit celebró por primera vez esta Misa, que marca el final de la novena Santa Ana, en la que cada noche es representada por uno de los muchos grupos culturales que han hecho de Santa Ana y de Detroit su hogar.
“Es realmente un privilegio y una alegría para mí celebrar esta liturgia en honor a nuestra patrona arquidiocesana, Santa Ana, y a su esposo, San Joaquín”, dijo el Arzobispo Weisenburger. “Se trata de un lugar embellecido no solo por sus vitrales, ladrillos, piedra y madera, sino también por las oraciones que han llenado estos muros con el paso del tiempo. Este es un lugar sagrado, y es una bendición para nosotros estar aquí”.
En su homilía, el Arzobispo Weisenburger se refirió a la paradoja de las vidas de Santa Ana y San Joaquín: si bien no se los menciona en las Escrituras, los católicos de hoy deben estar agradecidos por la presencia que tuvieron en las vidas de Jesús y su Madre María.



Detrás de las grandes figuras de la historia, suele haber alguien que les enseñó y guió, como posiblemente hicieron Ana y Joaquín, los abuelos de Jesús y padres de María, afirmó el Arzobispo Weisenburger.
“Mientras reflexionaba sobre esta Misa, me pregunté: ‘¿Quién habrá enseñado al niño que luego sería el Papa León a rezar su primera Ave María? ¿Quién habrá enseñado al niño que llegaría a ser Michael Jordan a picar una pelota de básquet? ¿Quién habrá enseñado a la niña que se convertiría en Julia Child a batir un huevo, o a los niños que serían Itzhak Perlman o Yo-Yo Ma a tocar sus primeras escalas en el violín o el violonchelo? ¿O al pequeño que llegaría a ser Rembrandt a tomar un pincel y sumergirlo en un charco de color?’”
Aunque el mundo reconoce a las grandes figuras de la historia, “parece que siempre hay alguien en segundo plano, muchas veces silenciosamente comprometido, generoso y amoroso, que no solo ve el enorme potencial en ese niño, sino que está dispuesto a sacrificarse para sembrar la semilla”, dijo el Arzobispo Weisenburger.
Si bien Santa Ana y San Joaquín no son mencionados en las Escrituras, se los conoce por otras fuentes escritas, explicó el Arzobispo Weisenburger. Se ubican en una larga tradición de personas justas, como parte del pueblo elegido por Dios, los judíos, pero no buscan llamar la atención sobre sí mismos.


“Fueron instrumentos en manos de Dios, eslabones de una gran cadena de acontecimientos, necesarios para la palabra de Dios y dispuestos a estar a su servicio, tal vez sabiendo que cumplían un papel crucial en la salvación, o tal vez sin saberlo”, dijo el Arzobispo Weisenburger.
“¿No es posible que, en la misteriosa unión de Jesús como verdadero Dios y verdadero hombre, su abuela y su abuelo hayan sembrado también sus propias semillas en su nieto?”, continuó. “¿Es posible que, incluso si no ejercieron una influencia directa sobre él, el amor con que acogieron y cuidaron a su madre, nuestra Santísima Madre, haya sido una siembra que más tarde daría la cosecha más abundante?”
Santa Ana y San Joaquín no vivieron para ver el ministerio de Cristo, pero ayudaron a sembrar las semillas que conducirían a la salvación, añadió el arzobispo.
Del mismo modo, quienes hoy enseñan y transmiten la fe merecen amor, admiración y gratitud, concluyó.
“Después de todo, no necesitemos saber quién enseñó al niño que se convertiría en el Papa León a rezar el Ave María. Tal vez no sepamos quién enseñó a Itzhak Perlman a tocar su primera escala con el violín, o al pequeño Rembrandt sumergir un pincel en la pintura”, dijo el Arzobispo Weisenburger. “Que algo de estos dos grandes santos —y muy especialmente de nuestra patrona, Santa Ana— nos inspire a abrazar la humildad, el sacrificio silencioso y amoroso, la vida oculta de fidelidad y, a través de nuestro propio testimonio de fe, asumir la tarea de plantar semillas y permitir que la Palabra de Dios crezca en nosotros con igual fuerza”.