En una entrevista de presentación, el nuevo líder espiritual de Detroit habla de sus raíces, su vocación y su esperanza en un futuro prometedor para la Motor City
DETROIT - Una vez en Salina. Una vez en Tucson. Una vez en Detroit.
El Arzobispo Edward J. Weisenburger fue llamado tres veces a guiar una nueva diócesis. Y en las tres ocasiones dijo que sí.
Cada vez que se sentó en su nueva cátedra —el momento en que un nuevo obispo recibe la autoridad en su diócesis— sintió el peso y la solemnidad de ese instante.
“Soy abogado canónico, además de sacerdote y obispo”, dijo el Arzobispo Weisenburger a Detroit Catholic durante una entrevista reciente. "Cuando un nuevo obispo se sienta en esa silla, el derecho canónico reconoce que ha recibido su función ministerial en esa diócesis. Es un momento muy importante. Para mí ha sido un momento muy sagrado".
Si bien el Arzobispo Weisenburger, de 64 años, se ha sentido bendecido en cada una de sus tres etapas episcopales, espera que instalación en Detroit el 18 de marzo sea “la última”, porque, según afirmó, “definitivamente estoy en casa”.

En las tres semanas desde su instalación como el sexto arzobispo de Detroit, el Arzobispo Weisenburger ha emprendido una gira por su nuevo hogar, visitando parroquias y escuelas, saludando a los fieles y celebrando liturgias en toda el área metropolitana de Detroit.
“Estoy aprendiendo mucho sobre la arquidiócesis”, afirmó el Arzobispo Weisenburger. "Tengo personas a mi alrededor que me hacen llegar información constantemente. Es bueno asimilar esa información correctamente para poder servir mejor al pueblo”.
La gente de la Arquidiócesis de Detroit ha sido “sumamente cálida y amable”, agregó.
En sus primeras semanas, el Arzobispo Weisenburger también compartió tiempo con la comunidad hispana local, al visitar la Holy Redeemer Parish en Detroit, la St. Damien of Molokai Parish en Pontiac y celebrar Misa durante la Conferencia Anual de Hombres Hispanos de la Arquidiócesis, entre otras actividades.
“Cuando fui a Arizona sabía que iba a usar mucho el español, y me estoy dando cuenta de que ya estoy hablando bastante español aquí en Detroit, y eso me alegra”, dijo el Arzobispo Weisenburger. "Estoy muy agradecido por la calidez de la comunidad hispana. Cada día conozco a más gente".
Durante una extensa entrevista, el Arzobispo Weisenburger conversó con Detroit Catholic sobre su infancia, su vocación y las bendiciones que ha recibido como sacerdote y obispo en Oklahoma, Kansas y Arizona, así como sus expectativas para los próximos años en Detroit.
Una infancia sencilla
A pesar de haber nacido en Alton, Illinois, el Arzobispo Weisenburger pasó gran parte de su niñez en las extensas llanuras de Kansas y Oklahoma.
Su padre, Edward John Weisenburger, fue oficial del ejército y veterano de la Segunda Guerra Mundial, y más tarde se convirtió en piloto del ejército e instructor de vuelo durante la infancia del Arzobispo Weisenburger.

En 1964 y 1967, su padre piloteó helicópteros del ejército en Vietnam durante la guerra, que fueron “tiempos terriblemente estresantes”, recordó el Arzobispo Weisenburger.
“En aquellos días, un militar ponía a la familia en un lugar seguro para que, si no lograban regresar, la situación fuera menos traumática”, dijo el arzobispo. “Durante esos dos años, siempre nos llevaban a vivir al lugar de donde era mi madre, en el oeste de Kansas, donde más tarde sería obispo”.
Su madre, Asella (Walters) Weisenburger, era de Catharine, Kansas, un pequeño pueblo dedicado al cultivo de trigo, una comunidad de menos de 200 habitantes a un paso de la ciudad de Hays, donde ella y Edward John se conocieron y más tarde se casaron.
“Allí estábamos rodeados de mucho amor y afecto”, recuerda el Arzobispo Weisenburger, cuya familia pertenecía a la iglesia de San José en Hays, donde cursó segundo grado. “Esa escuela, esa iglesia y esa comunidad realmente nos acogieron y se preocuparon por nosotros durante esos dos años”.
Recuerda con cariño la influencia de su abuela materna, Mathilda Walters, quien vivió con la familia durante el segundo año que pasaron en Hays. Su fe alegre y su vida de oración devota contagiaron al joven Edward.
“Era una persona muy alegre a pesar de su enfermedad y su edad avanzada”, dijo el Arzobispo Weisenburger. "Tenía osteoporosis y artritis y estaba muy limitada físicamente, pero posiblemente haya sido la persona más alegre que conocí en mi vida. Ni siquiera te dabas cuenta del impacto que tenía en ti, de la alegría que sentía gracias a su fe".
Mientras crecíamos, la fe “formó parte de nuestro ADN”, dijo el arzobispo.
“Tanto mi padre como mi madre eran católicos maravillosos”, dijo el Arzobispo Weisenburger, y añadió que su padre se convirtió poco después de conocer a su madre. "Era oficial estatal de los Caballeros de Colón, muy activo en el consejo parroquial, lector y participaba en todo tipo de actividades. Éramos una de esas familias católicas muy comprometidas con la Iglesia”.
Una vocación que nació temprano
Aparte del tiempo que pasaron Hays, la mayor parte de los años de formación del Arzobispo Weisenburger transcurrieron en Lawton, Oklahoma, una ciudad de unos 60.000 habitantes cercana a Fort Sill, una base del ejército de los Estados Unidos. Al igual que en Hays, la familia era muy activa en su fe, y pronto el joven Edward descubrió que Dios lo llamaba a trabajar en la Iglesia.
Cuando el Arzobispo Weisenburger dice que su vocación al sacerdocio comenzó desde muy temprana edad, no exagera. Según sus propias palabras, no tenía ningún plan alternativo.


"Nunca me pregunté si quería ser bombero o sacerdote. Nunca tuve un plan B", explicó. “Me encanta escuchar historias vocacionales de sacerdotes que vienen de todos los ámbitos de la vida, pero hoy en día soy uno de esos casos raros en los que desde niño, siempre supe lo que quería ser”.
Su vocación, como la de muchos otros sacerdotes, se vio influida por la misa.
“El P. (James) Stafford, mi párroco durante la mayor parte de mi tiempo en Lawton, fue amable y atento conmigo, y me animó mucho”, contó el Arzobispo Weisenburger. “Siempre bromeo diciendo que tenía 18 años cuando terminé el secundario, pero llevaba 20 como monaguillo”.
Recuerda la primera vez que sirvió en el altar como si fuera ayer.
“Mi papá me llevó después del trabajo a la Misa vespertina, y era la primera vez que servía en el altar. Recuerdo que me puse la sotana y la sobrepelliz, me miré en el espejo y fue como si estallara una bomba”, relató. “Fue como decir: ‘Guau, esto es lo que se supone que tenés que hacer’. Tenía apenas 8 o 9 años, pero fue un momento muy fuerte”.
Al terminar el bachillerato en 1979, ingresó al Conception Seminary College en Misuri, y luego cursó cuatro años en el American College Seminary de la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica, donde recibió una formación teológica “de gran calidad”.
En 1987, regresó a casa y fue ordenado sacerdote para la Arquidiócesis de Oklahoma City el 19 de diciembre. Pasó sus tres primeros años en el ministerio parroquial en Ponca City, Oklahoma.


Una de las lecciones más importantes que aprendió siendo un sacerdote joven fue la necesidad de ser flexible, comentó.
“Siempre digo que uno aprende mucho más sobre el sacerdocio en la práctica que en todos los años de seminario. El primer destino de un sacerdote joven es absolutamente crucial. Tuve la suerte de tener un párroco maravilloso, el P. Ernie Flusche, un hombre extraordinario”, dijo el Arzobispo Weisenburger.
“El ministerio en la Iglesia, especialmente los roles de liderazgo, va evolucionando según las necesidades del pueblo y los desafíos del momento”, agregó. “A veces tengo la impresión de que los sacerdotes más felices, los más alegres —y que suelen ser un aliento para los demás— son aquellos que saben adaptarse a las necesidades reales de la comunidad”.
Ministerio de presencia
Una de las primeras pruebas a su capacidad de adaptación llegó el 19 de abril de 1995, cuando, en una tranquila mañana de miércoles, la ciudad de Oklahoma quedó profundamente sacudida.
El atentado contra el edificio federal Murrah —el acto de terrorismo interno más letal en la historia de Estados Unidos— dejó 168 muertos y 680 heridos, cambiando para siempre la vida de los habitantes de Oklahoma. En ese entonces, el P. Weisenburger acababa de obtener su licenciatura en Derecho Canónico en la University of St. Paul en Ottawa y trabajaba en la cancillería arquidiocesana, en el centro de la ciudad. “De pronto, el edificio tembló”, recordó.
“Nuestro arzobispo estaba fuera, pero el arzobispo emérito se encontraba en casa, así que corrí a buscarlo, lo subí al auto y manejamos hasta el hospital católico, que estaba a menos de una milla del lugar de la explosión”, explicó el Arzobispo Weisenburger. “Algunas ventanas del hospital se habían volado, y estuvimos allí unas 48 horas, mientras llegaban las víctimas. Fue una crisis tremenda, un acto espantoso de terrorismo nacional perpetrado desde dentro del país”.
En los días posteriores, se ofreció como capellán en el lugar de los hechos, mientras los equipos de rescate buscaban sobrevivientes entre los escombros.



“Fue realmente muy complicado por el riesgo de que colapsara más y pudiera morir más gente”, recordó. “Fue muy doloroso”.
Mientras estaba allí, pocos trabajadores se le acercaban, y comenzó a sentir que debía estar haciendo algo más, lo que sea. “Me sentía frustrado”, dijo el Arzobispo Weisenburger. “Sentía que no estaba haciendo lo suficiente”.
Esa noche, al regresar a su casa, habló con un sacerdote mayor sobre lo que había vivido. El sacerdote le aconsejó que al día siguiente volviera con un rosario y una píxide con la Eucaristía, y que “dejaras que te vean rezando”, recordó. Así lo hizo. Mientras estaba allí orando, de vez en cuando un rescatista lo miraba, exhausto, antes de seguir buscando. De vez en cuando ofrecía la Eucaristía. Su presencia —y, más importante aún, la presencia de Jesús— parecía brindar consuelo.
“Esa fue la primera vez en mi vida que aprendí lo que es el ministerio de la presencia”, dijo el Arzobispo Weisenburger. “No necesitaban venir a hablar conmigo. Solo necesitaban que estuviera allí, y cualquier sacerdote hubiese dado lo mismo. Esa es la maravilla del sacerdocio: cuando todo terminó, por doloroso que haya sido, fue un honor increíble haber podido prestar aunque sea ese pequeño servicio a personas que hacían un trabajo tan peligroso con tanta entrega y cuidado”.
Si necesitaba un recordatorio del poder de la presencia, su siguiente asignación se lo confirmaría.
Ese mismo año, el entonces P. Weisenburger fue asignado como párroco de la Holy Trinity Parish en Okarche, la parroquia natal del beato Stanley Rother, quien en 1981 fue martirizado en Guatemala por negarse a abandonar a su pueblo.
Sacerdote de la arquidiócesis de Oklahoma City, el P. Rother fue enviado a servir en la misión de la arquidiócesis en Santiago Atitlán, Guatemala, donde acompañó a la comunidad indígena tz’utujil. A pesar de haber tenido dificultades durante el seminario, aprendió a hablar y escribir en tz’utujil —un dialecto maya muy difícil—, además del español, y llegó incluso a traducir el Evangelio a la lengua nativa. Sin embargo, cuando estalló la guerra civil en ese país centroamericano, el P. Rother fue incluido en la lista de objetivos de los escuadrones de la muerte, por lo que tuvo que regresar a Oklahoma City en 1981 para proteger su vida.
Tras unas semanas, el P. Rother comenzó a sentirse intranquilo y le rogó al arzobispo que lo dejara volver a Guatemala. Sería su último viaje.
“El arzobispo le dijo: “Si vuleves, te matarán”. Pero ya se acercaba la Semana Santa, y el P. Rother respondió: “No puedo dejar a 50.000 personas sin los sacramentos”. Y regresó… y entregó su vida de una manera increíble, llena de amor”, contó el Arzobispo Weisenburger. “Es un verdadero ejemplo para nosotros en Oklahoma y, cada vez más, en todo el país”.



Mientras servía en Holy Trinity, el Arzobispo Weisenburger tuvo un acceso privilegiado a una vida de humildad y santidad que encarnaba la espiritualidad católica de Oklahoma.
“Conozco bastante bien a la familia del beato Stanley”, dijo el Arzobispo Weisenburger. “Su hermana, la Hna. Marita Rother, es religiosa de las Adoratrices de la Sangre de Cristo. La contraté como directora de la escuela primaria allí mismo en Okarche, así que nos hicimos muy buenos amigos. También presidí el funeral de su padre. Aprendí mucho sobre la vida agrícola del oeste de Oklahoma mientras estuve en Okarche.”
Tanto por su cercanía con la familia como por su formación en derecho canónico, al Arzobispo Weisenburger le pidieron que actuara como promotor de justicia en la causa de canonización del beato Stanley, un rol que antes se conocía como “abogado del diablo”.
“Se le llamaba así —aunque ahora ya no— porque mi tarea era asegurarme de que se hicieran las preguntas verdaderamente importantes, no solo las ‘bonitas’”, explicó el Arzobispo Weisenburger, y añadió que ha estado en Guatemala al menos “10 o 12 veces” a lo largo de los años. “Alguien tenía que hacerlo con ese tipo de preparación.”
“Por suerte, fracasé”, dijo entre risas. “Cumplí con mi tarea de hacer todas las preguntas difíciles y directas, y luego me alegré muchísimo cuando la Santa Sede aprobó su beatificación en 2017.”
El llamado al episcopado
Como les ocurre a todos los obispos, el Arzobispo Weisenburger se sorprendió cuando en 2012 recibió la llamada informándole que el Papa Benedicto XVI lo había nombrado obispo.
Y aún se sorprendió más al enterarse de adónde lo enviaban.
“Ser designado obispo de Salina, Kansas, no era exactamente regresar a mi casa, pero volver como obispo a las pequeñas comunidades agrícolas de Hays y Catharine —a unos 90 kilómetros al oeste— fue una bendición impensada que me trajo algo de nostalgia”.
“Volver a ese pueblito donde nació mi mamá, donde están enterrados mis abuelos… volver a esa iglesia tan hermosa y serena que para nosotros siempre representó nuestras raíces… fue algo increíble”, dijo el Arzobispo Weisenburger. “Volver a esa iglesia como su obispo fue muy conmovedor, y lo sigue siendo. Para mí, eso sí fue volver a casa.”


Otra bendición que no se esperaba fue la oportunidad de conocer al Papa Benedicto solo unas semanas después de su nombramiento —incluso antes de su ordenación— cuando los obispos de su nueva región viajaron a Roma para sus visitas ad limina. Cuando llegó su turno de darle la mano del papa, sonrió, se presentó y le dijo que acababa de ser nombrado obispo de Salina.
“Fue muy amable”, recordó el Arzobispo Weisenburger. “Me preguntó: ‘¿Cuándo te ordenan?’ Cuando le dije que el 1 de mayo, se animó mucho y me dijo: ‘Esa es mi fiesta’. Recuerda que su nombre de bautismo es José, y el 1 de mayo es la fiesta de San José. Y me dijo: ‘Te recordaré este año en mi fiesta’. Y pensé: qué gran gesto de bondad”.
Tras cinco años de frutos abundantes en Salina, el Arzobispo Weisenburger volvió a sorprenderse cuando el Papa Francisco lo nombró para Tucson en 2017. El arzobispo dijo estar igualmente agradecido por su ministerio en Arizona, especialmente por el apoyo que recibió de su predecesor, el Obispo Gerald F. Kicanas, quien “fue muy servicial conmigo”.
Cada una de las diócesis que ha liderado ha traído consigo sus propias bendiciones, desafíos y formas de vivir la fe —una distinción que el arzobispo ha llegado a valorar profundamente. Explicó que intenta modelar su ministerio según el estilo sinodal de liderazgo del Papa Francisco, que implica mucha escucha y discernimiento.
“Tendemos a pensar que la Iglesia se vive igual en todas partes. Lo que he descubierto es que, si bien los sacramentos y la fe son los mismos, la práctica de la fe varía enormemente”, dijo el Arzobispo Weisenburger. “La verdadera tarea de un obispo es permitir que ese ministerio florezca a nivel parroquial, y por eso trabaja tan estrechamente con sus sacerdotes”.
“Creo que así es como los mejores obispos siguen el ejemplo del Papa Francisco, que en realidad es el ejemplo de la Iglesia primitiva”, continuó. “Él ha reavivado en nosotros algo que siempre ha estado en la Iglesia desde el principio: esa escucha profunda, que está ligada al discernimiento. No permite que el discernimiento se vuelva paralizante, sino que lo impulsa con fuerza, tiene una visión y actúa”.
Al mirar hacia su futuro en Detroit, el arzobispo dijo sentirse animado por la dedicación de su predecesor, el Arzobispo Allen H. Vigneron, y por la base que ha dejado, y confía en que Dios seguirá obrando grandes cosas en el sureste de Michigan. Dijo estar especialmente entusiasmado con el futuro de la Iglesia cuando conversa con los jóvenes sobre su fe.
“Creo que los jóvenes están haciendo las mejores preguntas. No estoy seguro de que siempre los escuchemos, pero están haciendo preguntas realmente buenas sobre el futuro”, dijo el Arzobispo Weisenburger. “Han visto en generaciones anteriores la infelicidad, la falta de sentido y propósito. Y están buscando una vida con sentido y propósito”.
Una forma en la que ese movimiento puede manifestarse, agregó, es mediante la promoción de una sólida cultura vocacional, para que otros jóvenes puedan ver en sí mismos un futuro de servicio a la Iglesia —el mismo futuro que él vislumbró cuando se miró en el espejo por primera vez como monaguillo en los años 60.
“Las vocaciones son un signo de una Iglesia sana”, continuó. “Creo que estamos empezando a ver a más jóvenes, hombres y mujeres, decir: ‘A esto estoy llamado’. Y es una vida con propósito, una vida de alegría y significado. Creo que estamos al comienzo de algo muy esperanzador, y me llena de ilusión ver cómo se va a desarrollar en nuestra comunidad”.