«No soy aún experto en el dolor, así, me empequeñece esta enorme tiniebla; pero si ella eres Tú, hazme pesado: irrumpe: que pueda obrar en mí toda tu mano y yo también en ti con mi gritar» [1]
Tras 20 años como capellán de un hospital, puedo afirmar que he conocido a fondo el sufrimiento humano. He vivido la experiencia del dolor de tantos enfermos —un dolor real, verdadero, a veces intenso— y también he escuchado muchas veces sus quejas; en ocasiones, incluso sus gritos de protesta.
He presenciado todas las gamas posibles del dolor, desde la rebeldía hasta la aceptación generosa y rendida. Porque, efectivamente, el sufrimiento unas veces, acerca a Dios, pero otras aleja, puesto que puede hacer dudar de la bondad divina, incluso puede conducir a la negación de la existencia de Dios [2].
Me han hecho muchas preguntas, preguntas que a veces no esperan respuesta: ¿Por qué esta enfermedad? ¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Dios no es justo. No soy tan mala para merecer esta enfermedad. Dios no es Padre; si fuera padre, ¿cómo iba a permitir estos sufrimientos en un hijo? Algunos incluso llegan al extremo de afirmar: «Dios no existe» [3].
No es mi propósito dar respuesta a todas esas cuestiones [4]. Aquí sólo pretendo explicar cómo es posible una consideración positiva del dolor, como si fuera una bendición, una caricia de Dios, y, que por ello, pueda ser elogiado y hasta glorificado, de modo que los enfermos lleguen a ser considerados «predilectos de Dios» [5]. Me expongo a ser tachado de masoquista (es la acusación más socorrida que se suele recibir en estos casos), por aquellos que quizá saben poca teología, pero creo estar en consonancia con la tradición ascético-mística de la Iglesia, que ya desde San Pablo enseña: «Que yo nunca me gloríe más que en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo» [6].
Pues bien, he conocido a enfermos que no sólo aceptan sino que incluso aman su enfermedad. Enfermos y enfermas que han hecho suyas unas palabras de San Josemaría Escrivá, que parecen escandalosas —aunque, como veremos, conectan con la tradición cristiana— pero que, en todo caso, necesitan una explicación.
Se trata, entre otras, de aquellas que aparecen en Camino, su obra más difundida: «Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor… ¡Glorificado sea el dolor!» [7]. Éste es el tema de mi comunicación.
Las «injusticias» de Dios
San Josemaría Escrivá, como tantos seres humanos, se encontró ya desde su juventud con el zarpazo del dolor, lo que en lenguaje coloquial algunos tienden a considerar, o por lo menos denominan, «injusticias» de Dios. A este propósito, hay una anécdota que refiere la Baronesa de Valdeolivos, testigo del proceso de Canonización. En el año 1912 o 1913, después de la muerte de dos de sus hermanas, Josemaría tuvo un conato de rebeldía. Narra la testigo que estaba jugando con otras niñas y «terminamos un castillo de naipes y Josemaría con la mano nos lo tiró. Nos quedamos medio llorando».
— «¿Por qué hace eso Josemaría?» Y muy serio nos contestó:
— «Eso mismo hace Dios con las personas. Construyes un castillo y, cuando está casi terminado, Dios te lo tira» [8].
Ante el sufrimiento de los inocentes, también Josemaría se inquietaba y llegaba a preguntarse «¿Por qué, Señor, por qué?».
Uno de sus biógrafos narra que, niño aún y con un gran sentido de la justicia, Josemaría se perdía en penosas meditaciones tratando de encontrar un rayo de luz que esclareciese lo que para él resultaba incomprensible, y recoge este interesante texto autobiográfico:
«Yo desde chico, he pensado tantas veces en el hecho de que hay muchas almas buenas a las que les toca sufrir tanto en la tierra; penas de todo género: reveses de fortuna, hundimiento de la familia, teniendo que dejarse pisotear el legítimo orgullo… Al mismo tiempo, veía otras personas que no parecían buenas —no digo que no lo fuesen, porque no tenemos derecho a juzgar a nadie—, a las que todo iba de maravilla. Hasta que un buen día me vino a la consideración de que también los malos hacen cosas buenas, aunque no las realicen por un motivo sobrenatural; y comprendí que Dios, de alguna manera los había de premiar en la tierra, ya que luego no podría premiarlos en la eternidad. Me acordé entonces de la frase: También se ceba al buey que irá al matadero» [9].
No entendía aún lo que más tarde escribiría en Camino: «Cruz, trabajos, tribulaciones: los tendrás mientras vivas. —Por ese camino fue Cristo, y no es el discípulo más que el Maestro» [10].
Nos enfrentamos pues a este misterio: el dolor, aun siendo malo en sí mismo, puede ser señal del amor de Dios y, por consiguiente, convertirse en fuente de alegría.
El «dolorismo»
Ante el sintagma «Bendito sea el dolor»…, acude fácilmente la acusación de masoquismo, como si pareciera que quien la pronuncia se gozase en el dolor, de modo que cuanto mayor y más intenso fuese el sufrimiento más gozo tendría quien lo padece. La expresión que ahora se emplea, ante cualquier planteamiento que intente dar un sentido positivo al dolor o al sufrimiento, es la de «dolorismo». Antiguamente se hablaba también de «victimismo», o elección espectacular del dolor [11]. Son términos más o menos equivalentes.
El «dolorismo» puede entenderse como «una satisfacción perversa por el dolor» [12]. Ciertamente —señala Edit Stein— se puede caer en tal búsqueda del sufrimiento, pero en ese caso se trataría no de «una aspiración espiritual, sino de un deseo sensible, no mejor que las otras pasiones, sino mucho peor por ir contra natura» [13]. Esta santa mártir explica cuál es el verdadero sentido del amor que se puede tener al sufrimiento, lo que en el lenguaje de la Teología espiritual se ha designado con el nombre de expiación: «Sólo puede aspirar a la expiación quien tiene abiertos los ojos del espíritu al sentido sobrenatural de los acontecimientos del mundo: esto resulta posible sólo a los hombres en los que habita el Espíritu de Cristo, que como miembros de la cabeza encuentran en él, la vida, la fuerza, el sentido y la dirección» [14].
Dolor: ¿absurdo o salvífico?
Juan Pablo II, en la Carta apostólica «Salvifici doloris», advierte que el dolor en sí mismo es absurdo, y que sólo cuando es aceptado y ofrecido a Jesucristo, se hace vida y resurrección. Comentando esa Carta, el Cardenal Ratzinger afirma: «El dolor aceptado y soportado en comunión con Cristo, crucificado y resucitado, encuentra un sentido profundo para la persona y para los demás; es más, puede convertirse en fuerza de curación. Esta no es una especulación teológica sino una posición auténticamente realista, ya que un programa que no ayuda al hombre en el sufrimiento sino que le promete suprimirlo totalmente carece de realismo» [15].
Con un prejuicio dolorista, muchas afirmaciones de la Sagrada Escritura no se entenderían, empezando por aquella exigencia radical de Cristo: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y que me siga» [16]. Pero, si tomar la Cruz o aceptar el dolor que eso conlleva es sinónimo de ser imitador de Cristo, la Cruz no puede constituir una desgracia, una fatalidad; al contrario, puede ser —es— una bendición, un triunfo [17]. Así lo manifiestan los Padres de la Iglesia y el testimonio de multitud de santos y santas, como se comprueba en tantas afirmaciones laudatorias de la Cruz que aparecen en sus escritos. Juan Pablo II enseña: «Los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús en la Cruz, en la paradójica confluencia de felicidad y dolor». Acude a dos testimonios [18]:
1- a) «Dios Padre muestra a Santa Catalina de Siena cómo en las almas santas puede estar presente la alegría junto con el sufrimiento: “Y el alma está feliz y doliente: doliente por los pecados del prójimo, feliz por la unión y el afecto de la caridad que ha recibido en sí misma. Ellos imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo unigénito, el cual estando en la Cruz estaba feliz y doliente”» [19].
2- b) Parecido es el testimonio que ofrece el Papa de Teresa de Lisieux, «que vive su agonía en comunión con la de Jesús feliz y angustiado» [20]: «Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, sin embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, de lo que pruebo yo misma, comprendo algo», decía Teresita [21]. Juan Pablo II, concluye así su reflexión: «El grito de Jesús en la Cruz no delata la angustia de un desesperado sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor por la salvación de todos» [22].
Ésta ha sido la enseñanza de San Josemaría Escrivá, que ha resaltado siempre los aspectos positivos de la Cruz: «El camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la Cruz: no es desgraciado ese camino, porque Cristo mismo nos ayuda y con Él no cabe la tristeza. In laetitia nulla dies sine cruce!, me gusta repetir; con el alma traspasada de alegría, ningún día sin Cruz» [23].
Sin embargo, no faltan autores que pretenden corregir estos planteamientos «doloristas», poco menos que tratando de excluir la existencia del dolor de los planes divinos y eludiendo, cuando no negando, su dimensión positiva. Se quiere resolver el problema, con noble intención sin duda, con afirmaciones de este tenor: «Jesús enseñó que Dios no manda males a nadie: ni a los justos ni a los pecadores. Él sólo manda el bien» [24]. Ante el obstáculo que supone asumir la presencia misteriosa del dolor, se ofrecen explicaciones para no atribuirlo a un querer de Dios.
Pero esto no resuelve la dificultad porque el dolor existe en la vida del mundo y necesita una explicación. El dolor forma parte de la vida. Su registro es tan común como misterioso, sobre todo por lo que se refiere a su significación. Y, si existe [25], debe tener algún sentido en el plan de la Creación [26], aunque se procure —y se debe procurar siempre— eliminarlo, o al menos atenuarlo [27]. Pero siempre, de un modo u otro, el dolor y la enfermedad están presentes en la vida de los hombres; y, entonces, ¿qué hacer? Porque no basta la mera conformidad como si se tratara de una fatalidad inexorable: «No cedáis a la tentación de considerar el dolor como una experiencia solo negativa», advierte Juan Pablo II [28].
Hay que reconocer que el dolor en sí mismo es un mal y como tal no se puede querer. Cuando se habla de la muerte redentora de Cristo, advertimos que no hemos sido redimidos a través del dolor mismo, sino por medio de un infinito amor que se ha manifestado en la aceptación del sufrimiento. Por eso, la aceptación del dolor y de la privación por parte de un cristiano no se dirige, como es lógico, al sufrimiento en sí, es decir, a la cruz en sí misma sino a Aquel que ha sido crucificado en ella [29]. «El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria —dice Edith Stein— sólo si está unido al sufrimiento de la cabeza divina» [30]. Porque, sin unión con la Cruz —mejor dicho, con Cristo crucificado— no hay fecundidad en la vida cristiana, ya que «el Dolor es la piedra de toque del Amor» [31], como afirmaba el Beato Josemaría.
Sin embargo, algunos parecen considerar el dolor sencillamente como un error en el plan divino de la Creación. Con esa visión, la muerte de Cristo en la Cruz es vista más como una consecuencia de la maldad humana (el fanatismo y el odio de los fariseos), que como fruto de una voluntad expresada abiertamente por Cristo. Pero eso supone ignorar el sentido de la Cruz, como advertía San Pablo: «El mensaje de la Cruz es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros es fuerza de Dios» (1Co 1, 18). El Apóstol muestra que la verdadera sabiduría viene de Dios y se ha manifestado en la Cruz de Cristo. En la Cruz se cumplen las palabras de Isaías (Is 24, 14) que Pablo cita a continuación: «Destruiré la sabiduría de los sabios y desecharé la prudencia de los prudentes». Son necesarias sencillez y humildad para penetrar en la sabiduría divina de la Cruz.
Edit Stein dirá —lo hemos recordado antes— que esto sólo lo pueden entender los hombres en los que habita el Espíritu de Cristo [32].
«Gozarse en el sufrimiento»
Josemaría Escrivá vivió la experiencia de unir amor y sufrimiento en su vida, de tal modo que llegó a «gozarse en el sufrimiento»: «Mi camino es de amar y sufrir. Pero el amor me hace gozar en el sufrimiento, hasta el punto de parecerme ahora imposible que yo pueda sufrir nunca. Ya lo dije: a mí no hay quien me dé un disgusto. Y aún añado: a mí no hay quien me haga sufrir, porque el sufrimiento me da gozo y paz (24-I-1932)» [33]. Desde el principio supo transmitir este espíritu a sus hijos espirituales. Impresiona el relato que hace sobre la enfermedad de una de las primeras vocaciones de mujeres del Opus Dei, María Ignacia García Escobar [34]: «Ama la voluntad de Dios esa hermana nuestra: ve en la enfermedad larga, penosa y múltiple (no tiene nada sano) la bendición y las predilecciones de Jesús y, aunque afirma en su humildad que merece castigo, el terrible dolor que en todo su organismo siente, sobre todo por las adherencias del vientre, no es castigo, es una misericordia» [35].
En otra ocasión, haciendo su oración en voz alta, afirmaba: «Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón —lo veo con más claridad que nunca— es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios» [36].
San Pablo tiene unas palabras que constituyen, a mi parecer, la última etapa del itinerario espiritual en relación con el sufrimiento:
«Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Nótese que la alegría ante el dolor, el sentirse dichosos por sufrir por Cristo, viene a ser como la etapa final del itinerario espiritual del cristiano.
Se entiende por ello que si un alma no tiene una intensa vida de piedad o está todavía en los comienzos de la lucha interior —menos aún, si no ha comenzado a luchar—, no será prudente insistir en esos aspectos del dolor; habrá que ofrecer otras reflexiones sobre su carácter misterioso, sobre su aceptación rendida aunque no se entienda, dejando para más adelante las otras consideraciones. Mi experiencia es que en esos casos no se debe ofrecer a un enfermo —porque no las entenderá— tales consideraciones optimistas acerca del dolor.
San Josemaría se queja también de esa falta de preparación de algunas personas: «Hay en el ambiente una especie de miedo a la Cruz, a la Cruz del Señor. Y es que han empezado a llamar cruces a todas las cosas desagradables que suceden en la vida, y no saben llevarlas con sentido de hijos de Dios, con visión sobrenatural. ¡Hasta quitan las cruces que plantaron nuestros abuelos en los caminos…!» [37].
Sólo se puede exclamar ¡Bendito sea el dolor!, cuando en la cruz, en todas las cruces, se ve una participación en la Pasión de Cristo, donde el alma se identifica con Cristo y se convierte en corredentora. Mientras tanto, buscando explicaciones sencillas y adecuadas, habrá que ayudar a los enfermos a que asuman la parte proporcional de sufrimiento de la que sean capaces. En esos casos, más que muchos razonamientos humanos —que se vuelven áridos y con frecuencia son rechazados— habrá que procurar poner a las almas frente al sufrimiento de Cristo en la Cruz, ya que quien enseña es Cristo crucificado [38]. Y recordando a todos que «mientras estemos en la tierra y no hayamos llegado a la plenitud de la vida futura, no puede haber amor verdadero sin experiencia del sacrificio, del dolor. Un dolor que se paladea, que es amable, que es fuente de íntimo gozo, pero dolor real porque supone vencer el propio egoísmo y tomar el amor como regla de todas y de cada una de nuestras acciones» [39].
El dolor sigue siendo un misterio, pero con la muerte de Cristo en la Cruz se ha convertido en la piedra de toque del amor. De tal modo que los términos dolor, amor, alegría, aparentemente contradictorios, se conjugan armoniosamente en el alma cristiana.
Se ve, pues, que sólo desde el amor de Dios manifestado en Cristo, que se entregó voluntariamente por nosotros en la Cruz, y desde la fe en el destino eterno, los hombres pueden adentrarse en el misterio de dolor, que entonces deja de ser una contradicción para convertirse en una prueba que hay que superar para llegar a la maduración interior y al encuentro con Dios Padre en la vida eterna. En definitiva, se trata de aceptar, siempre y en todo, la voluntad de Dios: «sólo así gustaremos de la dulzura de la Cruz de Cristo y la abrazaremos con la fuerza del amor» [40].
La referencia a Cristo es, pues, la clave para superar las contradicciones de la vida. Sólo unidos al sufrimiento de Cristo en la Cruz puede encontrarse la dicha en medio de la adversidad. Sólo puede exclamarse ¡Bendito sea el dolor! cuando en la cruz, en todas las cruces, se ve una participación en la Pasión de Cristo, donde el alma se identifica con Cristo y se convierte en corredentora [41].
Tengo para mí que la incomprensión que pueden suscitar las expresiones, ya señaladas, de San Josemaría se parece a lo que sucedió con otra enseñanza suya, la llamada universal a la santidad [42], que en algún momento fue calificada de herética y que, sin embargo, con el paso del tiempo ha llegado a formar parte del patrimonio común de la Iglesia. En realidad, la idea de «glorificación» del dolor tampoco es propiamente original de Josemaría Escrivá sino que se trata de una enseñanza que forma parte de la tradición espiritual de la Iglesia Católica. Basta leer a los Padres, a Santa Teresa de Jesús, a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa de Lisieux, a Edith Stein (Santa Benedicta de la Cruz), por citar sólo unos cuantos nombres, para comprobar que estamos ante la misma doctrina. Lo que ha logrado San Josemaría ha sido desarrollar de modo sobresaliente su experiencia misma sobre el tema y transmitirla con fortaleza a sus seguidores.
Por Miguel Ángel Monge en dadun.unav.edu
Notas:
1- R.M.ª RILKE, Libro de las horas, III, 1; cfr. F. BERMÚDEZ CAÑETE, R.M.ª RILKE, Madrid 1984, p. 139.
2- El Catecismo de la Iglesia Católica así lo expresa: «La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura (…) Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a Él» (n. 1500).
3- Es la brutal afirmación de Primo Levi, escritor judío, italiano del Piamonte, agnóstico, que estuvo en el campo de exterminio de Auschwitz, y después repitió muchas veces: «Auschwitz ocurrió, por tanto Dios no existe». Por cierto, V. Messori, que refiere la anécdota, contesta que eso se explica por la libertad y el pecado original: cfr. Los desafíos del cristianismo, Barcelona 1997, p. 26.
4- Lo he procurado en un libro, escrito en colaboración con otro colega en las tareas de la capellanía: cfr. M.A. MONGE, J.L. LEON, El sentido del sufrimiento, Madrid 32002.
5- Cfr. A. DEL PORTILLO et al, En memoria de Mons. Escrivá de Balaguer, Pamplona 1976, p. 153.
6- Ga 6, 1-4.
7- Cfr. Camino, n. 208. Sobre el origen de estas palabras, cfr. P. RODRÍGUEZ, «Camino», edición crítico-histórica, Madrid 2002, pp. 397-399, donde, el Beato Josemaría cuenta que —estas son sus palabras— «eso lo escribí en un hospital, a la cabecera de una moribunda a la que acababa de administrar la Extremaunción».
«La primera vez que aparece esta expresión en los Apuntes Íntimos —comenta P. Rodríguez— lleva la fecha de 14 de enero de 1932 y la frase está escrita sin referencias a ningún hecho particular, escuetamente (como en general los futuros puntos de Camino). Son los relatos posteriores del Autor —rememorando años después— los que vinculan el origen de este punto a una experiencia concreta, nacida de su trabajo sacerdotal en los hospitales. Por otras fuentes sabemos que se sirvió de estas palabras en más de una ocasión para consolar a los enfermos moribundos que atendía durante sus años en los Hospitales de Madrid. No es posible precisar con exactitud quien fue la primera persona que escuchó esas palabras de consuelo»: p. 398.
En Lisboa, el Beato Josemaría, en una tertulia, aludió al origen de ese punto: «Te encontrarás también con el dolor físico, y feliz con ese sufrimiento. Me has hablado de Camino. No me lo sé de memoria, pero hay una frase que dice: bendito sea el dolor, amado sea el dolor, santificado sea el dolor. ¿Te acuerdas? Eso lo escribí en un hospital, a la cabecera de una moribunda a quien acababa de dar la Extremaunción. ¡Me daba una envidia loca! Aquella mujer había tenido una posición económica y social en la vida, y estaba allí, en un camastro de un hospital, moribunda y sola, sin más compañía que la que podía hacerle yo en aquel momento, hasta que murió. Y ella repetía, paladeando, ¡feliz!, bendito sea el dolor —tenía todos los dolores morales y todos los dolores físicos—, amado sea el dolor, santificado sea el dolor, ¡glorificado sea el dolor! El sufrimiento es una prueba de que se sabe amar, de que hay corazón»: cfr. S. BERNAL, Mons. Escrivá de Balaguer, Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid 61980, p. 169 (tomado de R. SERRANO, Así le vieron, Testimonios sobre Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid 1982, p. 90). También el 2 de julio de 1974, comenta lo mismo con un numeroso grupo de personas reunidas en Santiago de Chile: «Y ese sacerdote —con 26 años, la gracia de Dios y buen humor, y nada más— después tenía que hacer el Opus Dei… Y ¿sabéis cómo pudo? Por los Hospitales… No se me olvidará aquella pobre criatura a quien yo, sacerdote joven, estaba ayudando a morir después de administrarle la Extremaunción y le susurraba al oído: ¡bendito sea el dolor! —eso es liberación—; ¡amado sea el dolor!, y lo iba repitiendo con la voz rota: murió a los pocos minutos. ¡Santificado sea el dolor! ¡Glorificado sea el dolor! Y no he cambiado de parecer. Me daba una envidia loca»: tomado de A. SASTRE, Tiempo de Caminar, Madrid 1991, pp. 110-111.
8- VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, I, Madrid 21997, p. 56.
9- ID., o.c., p. 56.
10- JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 699. En 1966, escribe: «No os puedo ocultar — con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está Cristo, el Amor— que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar»: Es Cristo que pasa, n. 168.
11- Por cierto, ni esta palabra —victimismo—, ni su contenido, gustaban al Beato Josemaría. Curiosamente, sin embargo, en algún momento de su vida pidió a Dios que le enviase una enfermedad dura para expiar y desagraviar: cfr. VÁZQUEZ DE PRADA, o.c., p. 314.
12- E. STEIN (Teresa Benedicta de la Cruz), Ciencia de la Cruz, Burgos 21994, p. 145.
13- Ibíd.
14- Ibíd.
15- Cfr. J. LOZANO BARRAGÁN, Teología y Medicina, México 2000, p. 318.
16- Lc 9, 23.
17- Cfr. F.L. MATEO-SECO, Sapientia crucis. El misterio de la Cruz en los escritos de Josemaría Escrivá de Balaguer, «Scripta Theologica» 24 (1992) 419-438.
18- JUAN PABLO II, Novo millenio ineunte, n. 27.
19- STA. CATALINA DE SIENA, Diálogo de la Divina Providencia, n. 78.
20- JUAN PABLO II, Novo millenio ineunte, n. 27.
21- STA.TERESA DE LISIEUX, Últimos coloquios. Cuaderno amarillo, 6 de julio de 1897: Opere complete, Città del Vaticano 1997, 1003. Cfr. también: «El pensamiento de la felicidad terrestre no sólo no me causa gozo alguno, sino que hasta me pregunto, a veces, cómo me será posible ser feliz sin sufrir. Jesús, sin duda, cambiará mi naturaleza, de lo contrario, echaré en falta el sufrimiento y el valle de lágrimas»: Obras Completas, Burgos 51980, p. 651.
22- JUAN PABLO II, Novo milenio ineunte, n. 26. Expresiones parecidas pueden encontrarse en otros textos del Magisterio: «Es una idea específicamente cristiana ver en el dolor una señal de amor de Dios y una fuente de gracias»: Pío XII, Aloc. 17 de julio de 1940. O esta otra de Juan Pablo II: El sufrimiento «es un bien ante el cual la Iglesia se inclina con veneración, con toda la profundidad de su fe en la redención»: Exhort. Ap. Salvifici doloris, n. 24.
23- Cfr. I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, en AA.VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, Pamplona 1985, p. 337.
24- «Humanizar», revista del Centro de Humanización de la Salud, Religiosos Camilos, 54 (Madrid 2001) 34.
25- Hay muchos tipos de dolor. El que nos interesa, el que realmente da miedo, es aquel que rompe al hombre por dentro, el que parece no tener ningún sentido, ninguna explicación. Nos referimos al sufrimiento inesperado, que golpea fuertemente los entresijos del alma: una acción terrorista (recuérdese lo ocurrido el 11 de septiembre del 2001 en Nueva York), la muerte de un ser querido, una grave enfermedad, la calumnia, la cárcel, etc.
26- La gente sencilla entiende la presencia del dolor como parte constitutiva de la vida. La cultura africana lo expresa muy bien. Decía una mujer keniana, en la agonía antes de morir de un cáncer: «Al nacer y al morir, hay que sufrir un poco. El dolor es “asunto de Dios”; y estoy mirándole en mi último dolor; estoy a solas con Él»: cfr. E. TORANZO, B. OKONDO, L. WAITHIRE, Deja que África te hable, Madrid 1997, p. 108.
27- En este sentido, el Beato Josemaría solía decir: «El dolor físico, cuando se puede quitar, se quita. ¡Bastantes sufrimientos hay en la vida! Y cuando no se puede quitar, se ofrece»: G. HERRANZ, Palabras de Mons. Escrivá de Balaguer a médicos y enfermos, 12 de junio 1976, p. 25. Esta es, por lo demás, la tarea de la Medicina, que ha conseguido en este campo desarrollos espectaculares (remitimos a las modernas Unidades de Dolor de muchos hospitales).
28- Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo, Fátima1997: «Ecclesia» 2882-2883 (1997) 47-48.
29- J. BURGGRAF, El sentido de la filiación divina, en Santidad y mundo, estudios entorno a las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, Pamplona 1996, p. 123.
30- E. STEIN, Ciencia de la Cruz, o.c., p. 146.
31- JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 439.
32- Cfr. E. STEIN, Ciencia de la Cruz, o.c., p. 145.
33- JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Apuntes íntimos, n. 582; en A. VÁZQUEZ DE PRADA, o.c., pp. 418-419.
34- María Ignacia había nacido en Hornachuelos (Córdoba); se incorporó al Opus Dei en 1932, en el Hospital del Rey, de Madrid, donde murió de tuberculosis, el 13 de septiembre de 1939: cfr. J.M. CEJAS, La paz y la alegría, Madrid 2001.
35- JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Apuntes íntimos, n. 1006; citado por A. VÁZQUEZ DE PRADA, o.c.
36- Cfr. P. RODRÍGUEZ, «Omnia traham ad meipsum». El sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer, «Romana» (1991) 331-352.
37- Via Crucis, II estación, 5, p. 37.
38- «Ante la realidad del dolor el remedio es mirar a Cristo»: cfr. J. ECHEVARRÍA, Itinerarios de vida cristiana, Barcelona 200, p. 173. Tengo esta experiencia personal como capellán de hospital: muchos enfermos, quejosos de su situación, a los que animo a mirar —o, a quejarse— a la imagen del Cristo de la habitación, con frecuencia se sienten removidos y, al contemplar los dolores de Nuestro Señor en su Pasión, consideran los suyos más llevaderos.
39- JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 43.
40- ID., Vía Crucis, IV estación, p. 50.
41- Lo explica muy bien Edith Stein: «El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria sólo si está unido al sufrimiento de la cabeza divina. Sufrir y ser felices en sufrimiento, estar en la tierra, recorrer los sucios y ásperos caminos de esta tierra y, con todo, reinar con Cristo a la derecha del Padre; con los hijos de este mundo reir y llorar y con los coros de los ángeles cantar ininterrumpidamente alabanzas a Dios: esta es la vida del cristiano hasta el día en que rompa el alba en la eternidad»: E. STEIN, Ciencia de la Cruz, o.c., p. 146.
42- Refiriéndose al 2 de octubre de 1928, fecha fundacional del Opus Dei, comenta Pedro Rodríguez: «En síntesis puede decirse que el Beato Josemaría “descubre” la llamada universal de Dios a la santidad realizándose no sólo en situaciones extraordinarias sino en el seno del trabajo humano y de las circunstancias más comunes de la vida, llamada que se le aparece como “olvidada” en la praxis de los cristianos, que estaba dominada, en muy buena parte, por la separación entre la fe y la vida ordinaria»: Camino, edición crítico-histórica, o.c., p. 7.
- Esta nota fue publicada originalmente en encuentra.com